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Table of Contents
About The Book
Para la exitosa empresaria afroamericana Zoe Reynard, encontrar el placer que quiere, como lo quiere, no justifica el riesgo de perder todo lo que tiene: un matrimonio con el hombre al que ha amado desde la infancia, una próspera empresa y tres hijos maravillosos. Pero Zoe se siente desamparada en las garras de la adicción que la domina...al sexo.
Al encontrar una terapeuta compasiva para que la ayude, Zoe finalmente reúne el valor para contarle su tórrida historia, una historia de deseo y culpa tan impactante como absorbente. Del sensible artista con quien pasa horas robadas entre arrugadas sábanas al rudo y violento hombre que la lleva hacia la destrucción, Zoe es una mujer que busca desesperadamente la satisfacción —y algo más oscuro, más profundo y tal vez mortal. A medida que pierde el control de su vida y sus escapadas sexuales la llevan a una elección peligrosa, Zoe compite contra el tiempo para descubrir la fuente de su "atracción fatal"—mientras escalofriantes secretos brotan de los recovecos de su mente femenina y las tentaciones peligrosas conducen hacia un clímax que puede amenazar su cordura, su matrimonio...y su vida.
Al encontrar una terapeuta compasiva para que la ayude, Zoe finalmente reúne el valor para contarle su tórrida historia, una historia de deseo y culpa tan impactante como absorbente. Del sensible artista con quien pasa horas robadas entre arrugadas sábanas al rudo y violento hombre que la lleva hacia la destrucción, Zoe es una mujer que busca desesperadamente la satisfacción —y algo más oscuro, más profundo y tal vez mortal. A medida que pierde el control de su vida y sus escapadas sexuales la llevan a una elección peligrosa, Zoe compite contra el tiempo para descubrir la fuente de su "atracción fatal"—mientras escalofriantes secretos brotan de los recovecos de su mente femenina y las tentaciones peligrosas conducen hacia un clímax que puede amenazar su cordura, su matrimonio...y su vida.
Excerpt
Adicta capítulo uno
La primera vez que vi a Jason, pensé que era un niñito hijo de papi que probablemente se la pasaba sentado frente a un computador Commodore 64, tomando refresco de uva de un frasco de mantequilla de maní mientras veía Good Times. No lo soportaba.
Sin embargo, el sentimiento era mutuo porque en nuestra primera interacción física él me hizo un gesto obsceno con el dedo y luego escupió en mis zapatos. Estábamos en quinto grado y, desde el día en que mis padres y yo llegamos en nuestra camioneta Ford, supe que él sería un problema.
Los transportistas llegaron más o menos una hora después de nosotros. Yo estaba sentada en el andén jugando jacks cuando el inmenso camión apareció volando en la esquina, prácticamente ladeado. Pensé que, con seguridad, el conductor iba a perder el control del camión y todas nuestras valiosas posesiones terminarían esparcidas por la calle.
Siendo la maravillosa y desinteresada niña que era, mi principal preocupación era que mi Barbie negra no perdiera ninguna extremidad o cualquier otra cosa en el proceso. Las lámparas de mesa, el equipo de ocho pistas de mi padre y los platos de mi madre eran reemplazables, pero no había manera de que yo fuera capaz de reemplazar a mi Barbie.
Ella era mi orgullo y alegría. Incluso le había pintado las uñas con esmalte brillante y le había hecho un vestido muy sexy con los pañuelos rojos que mi madre me obligaba a usar por la noche para que mi cabello alisado no se encrespara.
Aparte de eso, me preocupaba mi máquina de hacer conos de Snoopy y poco más.
Jason y sus padres vivían exactamente enfrente.
Ese día, él estaba en la calle intentando hacer volar un cohete comprado por correo. ¡Tremenda estafa! Durante todo el tiempo que estuve observándolo, el estúpido aparato no se elevó una yarda del piso. Aproximadamente después del centésimo intento, cuando los encargados de la mudanza ya habían descargado medio camión, noté que el imbécil me hacía ojitos.
Yo estaba dibujando una rayuela con tiza rosada en la calle frente a mi casa cuando él se acercó. La gorra Kangol y la chaqueta de cuero de aviador lo hacían ver como un monigote. Lo único que le faltaba era un par de dientes de oro.
—¡Niña, mejor desiste! ¡Voy a acusarte con mi mamá! —Lo fulminé con la mirada, masticando como una vaca un chicle Bubblicious.
—¡Pequeñín, mejor te vas a jugar con tu ordinario e inservible cohete y me dejas en paz!
—¡Niña, ni se te ocurra darme órdenes! ¡Te dejaré con el flacucho trasero en el andén!
—¡Oooooooh, estoy muy asustada! —exclamé, poniendo los ojos en blanco y retándolo.
Entonces, la versión en miniatura de Shaft hizo una señal con el dedo, hizo un ruido asqueroso mientras reunía saliva en su boca, y luego escupió en mis zapatos nuevos de color negro y blanco.
Le di una zurra.
Éramos de la misma edad, pero yo era diez centímetros más alta que él. La leche no comenzaría a favorecer su cuerpo hasta un par de años más tarde.
Dos de los hombres de la mudanza nos separaron.
Accidentalmente rasguñé a uno de los hombres en la nariz porque no estaba dispuesta a cantar victoria antes de tiempo. Entonces fue cuando nuestras madres aparecieron corriendo desde nuestras respectivas casas gritando: “¡Oh, mi pobre bebé!” y cosas por el estilo. Fue muy divertido. Tomaron el control, apretando nuestras cabezas contra sus pesados pechos y examinándonos por todas partes para asegurarse de que no hubiera daños permanentes. Jason y yo tan sólo nos mirábamos con fiereza, como dos luchadores de sumo listos para el segundo round.
Mi madre me ayudó a entrar a la casa como si fuera minusválida. De hecho, jamás en la vida me había sentido mejor. Yo había ganado. Jason también regresó a su casa, y eso fue todo.
Mis padres y yo desempacamos esa noche lo estrictamente necesario, pusimos nuestras bolsas de dormir en el piso de la sala y comimos pollo de KFC. Mi padre enchufó su equipo de sonido y yo me dormí escuchando el armónico canto de Earth, Wind and Fire. Era sábado.
Empecé la escuela el lunes siguiente. Estaba ansiosa por llegar y conocer a todos los niños nuevos. Comí velozmente un plato de cereal y alcancé a ver unos diez minutos de Los Picapiedra antes de tomar mi lonchera y correr para llegar a tiempo a la parada del autobús.
El autobús estaba a punto de arrancar y yo jadeaba cuando logré alcanzarlo y golpear la puerta para que el chofer se detuviera. Cuando subí, el conductor me preguntó quién era. Le expliqué que era una nueva estudiante que acababa de mudarse. Me gruñó y su aliento casi me hace caer de espaldas por la escalera y fuera del autobús.
—Asegúrate de que tu maestra ponga tu nombre en mi lista tan pronto como pueda porque se supone que no debo andar recogiendo cabezas huecas a las que no conozco. ¡Ahora, busca un asiento, siéntate y quédate callada!
Busqué un asiento vacío y no encontré ninguno en la parte delantera del autobús, así que empecé a andar hacia atrás. Todos los niños me examinaban y algunos reían disimuladamente. Noté que casi todos los asientos estaban ocupados, ya fuera por dos chicas o por dos chicos, a excepción del último, en la parte trasera. Un chico y una chica, evidentemente víctimas de un caso severo de amor adolescente, estaban sentados allí. Él pasaba el brazo por sus hombros y ella se ruborizaba.
Estaba a punto de preguntar al conductor si podía sentarme en los escalones cuando me di cuenta de que el único asiento disponible estaba al lado de la criatura de película de horror: Jason. Él dejó de jugar con su GI Joe tan sólo el tiempo suficiente para lanzarme una sonrisa de superioridad. Le volví la espalda y me dirigí a la parte delantera para rogar al conductor que le pidiera a alguien que cambiara su puesto conmigo, pero volvió a gritarme:
—¡Te estás demorando demasiado! ¡Las clases comienzan en quince minutos! ¡Pon tu trasero en un asiento y cállate!
Regresé hasta el asiento y vi que Jason había puesto su morral en el puesto libre a su lado.
—¿Podrías mover eso, por favor?
No me respondió y tampoco me miró, así que tomé su morral, lo lancé a su regazo y me senté. Él estaba a punto de hacer una demostración de pedantería, pero lo detuve en seco. Puse los ojos en blanco y le hice un gesto de negación con la cabeza.
—No digas nada o te daré una zurra peor que la del sábado.
Un par de niños me escucharon y comenzaron a reír y burlarse de él. Él tomó su morral, lo apretó contra su pecho y no me volvió a mirar en todo el viaje hasta la escuela.
Como si las cosas no fueran ya suficientemente malas, en la oficina del director me indicaron mi curso y me dirigí allí: lo primero que vi al entrar fue su estúpido rostro. Nuestra maestra era la Señora Williams y estaba molesta por tener que recibir un estudiante nuevo en la mitad del trimestre de otoño. También me gruñó. Tal vez todos estaban siendo malos conmigo a causa de mi brillo con sabor a cereza.
—Pequeña Zoe —me dijo mientras revisaba mis informes escolares—, siéntate allí junto a la ventana y pon atención. Tienes que trabajar mucho para ponerte al día con el resto de la clase.
Al fin un rayo de luz en mi día. En el salón, no tendría que sentarme cerca de Jason. Él estaba en el otro extremo y eso me pareció perfecto. Debía haberse pasado de listo con todo el mundo porque la señora Williams lo hizo poner su pupitre al lado de su escritorio, a varios pies de distancia del resto de la clase. Las maestras siempre hacen que los estudiantes problemáticos se sienten en sus narices, y recuerdo que pensé: “¡Qué bien!”.
Mi primer día en la Escuela Primaria Benjamín Franklin transcurrió sin incidentes. Hice un par de nuevos amigos, salté lazo en el recreo, hice una deforme vasija de barro en la clase de arte y aprendí a contar hasta diez en español. Durante el almuerzo, me senté con una niña llamada Brina, que estaba convencida de que ella sería la siguiente Diana Ross. Comencé a molestarla y decirle que no podría ser la siguiente Diana Ross porque esa era yo. Ella retiraba el cabello de su rostro después de cada mordisco de su Twinkie y tuvo especial cuidado en asegurarse de no terminar con un bigote de leche. Pasó el almuerzo alardeando sobre todo, desde su colección de cintas para el cabello hasta las A que sacó en el último boletín de calificaciones.
Jason se descaró y comenzó a lanzarme al cuello guisantes congelados a través del salón. Cometió el error de darle en la mejilla al maestro de Educación Física, el señor Lewis, e inmediatamente fue arrastrado por la oreja hasta la oficina del director.
Cuando subí al autobús esa tarde, tuve la suerte de encontrar un asiento en la parte delantera. Me aseguré de llegar entre los primeros al autobús, empujando a un par de niños tímidos para no tener que sentarme a su lado. Jason subió alrededor de diez niños después de mí. Le saqué la lengua y le mostré el dedo medio. Él intentó acusarme con el conductor, pero no consiguió nada.
—¡Pon tu trasero en el asiento, niñito, y cállate!
Una hora después, cuando él salió de su casa, yo estaba jugando rayuela en la calle. Jason se detuvo en la acera de su lado de la calle y comenzó a decir estupideces.
—¿Sabes qué? ¡Te odio y espero que todo el pelo se te caiga y te salgan granos rojos en la cara!
Me detuve en el número seis con el pie derecho en el aire, le lancé una mirada glacial y decidí hacerle pagar su comentario.
—Ahhh, ¿sí? Bueno, yo también te odio y espero que la próxima vez que dispares ese ordinario cohete, ¡se te meta por el trasero! —Como una ocurrencia tardía, añadí—: ¡Y espero que se te caiga el pipicito!
Levanté el dedo meñique para reforzar la idea y él abandonó la acera, dirigiéndose a mi lado de la calle para retomar la pelea a puñetazos que habíamos comenzado el sábado anterior. Me disponía a salirle al encuentro a mitad de camino cuando mi mamá apareció en la puerta del frente.
—Zoe, entra ya y aséate para la cena. ¡Ahora mismo!
Alejándome, apoyé las manos en mis caderas y me pavoneé como Greta Garbo. Me volví hacia él e, imitando la voz de la estrella de cine, le dije:
—¡Hasta la próxima, bebecito!
Lo dejé con su trasero —mezcla de Chewbacca de Star Wars y Scooby Doo— parqueado en la mitad de la calle, con las manos convertidas en puños y una mirada de odio en su patético rostro.
Intenté mantener la distancia con Jason cuando no estábamos en la escuela, pero mi padre no me lo estaba facilitando. Por alguna extraña razón, ellos dos se apegaron mucho. Tal vez fue porque el papá de Jason siempre estaba trabajando, o tal vez porque mi padre era muy hábil con las manos y Jason lo admiraba por reparar las cosas de la casa y hacer muebles de madera como pasatiempo. Sin importar el motivo, no me gustaba nada que fueran amigotes.
Un sábado en la mañana, me encontraba en mi habitación ordenando mi colección de discos y cantando a alaridos, cuando mi madre me llamó a gritos para que bajara. Yo acababa de sacar del tocadiscos The Best of My Love de los Emotions. Cuando mi mamá me interrumpió, yo me disponía a bajar las persianas, poner Flashlight de Parliament Funkadelic y bailar por mi habitación haciendo círculos en las paredes y el techo con la linterna que papá me había regalado.
—Zoe, ¿podrías bajar un segundo? —Su voz llegaba claramente por el hueco de la escalera y yo sabía que ella había esperado a que la música se interrumpiera para llamarme. Era la rutina.
—Está bien, mamá, ya bajo —mascullé en voz baja mientras recogía la ropa sucia del canasto de mimbre y la colocaba en la cesta de la lavandería. Era el día de lavar la ropa y yo aún no había hecho nada, así que la arrastré conmigo para evitarme otro viaje.
Tan pronto entré a la cocina, mis ojos se iluminaron al ver una jarra de limonada fresca y helada y el paquete de galletas de chocolate rellenas de Hershey’s Kisses enfriándose en la estufa.
—¡Mamá, hiciste mis galletas favoritas! —Dejé caer al suelo la cesta de la ropa y abracé a mi madre—. Eres la mamá más chévere, espantacular y súper del universo.
Soltó una leve risita y retiró mis brazos.
—Zoe, déjalo ya antes de que me hagas derramar la limonada.
—Lo siento, mamá. —Me relamí, soñando con lo deliciosas que serían las galletas al pasar por mi garganta y decidí ganarme algunos puntos para poder comer un par antes de la cena.
Recuperé mi cesta de ropa y me dirigí hacia la escalera del sótano.
—Voy a seguir adelante y a poner mi ropa a lavar, y tal vez después pueda ayudarte con la limpieza, a pasar la aspiradora o lustrar los muebles.
Mi madre se acercó a mí, limpiando su mano en el babero del delantal y colocó su mano derecha sobre mi frente, revisando que no tuviera fiebre.
—¿Esta es mi hija? —preguntó con sarcasmo.
Hice una mueca.
—Sí, mamá. Sólo estoy tratando de hacer mi parte.
Me lanzó una mirada resplandeciente.
—Bueno, hazme un favor antes de ir abajo. —Tomó dos vasos del gabinete y vertió la limonada en ellos. Luego puso cuatro galletas en un plato y colocó todo en una bandeja de madera—. Lleva esta limonada y galletas al garaje, para tu papá y Jason.
—¿Jason? ¿Qué diablos, qué demonios, hace aquí? —Sentí una súbita tensión en la nuca, tenía el cuello más caliente que la olla de papas que mamá hervía en la estufa para la cena—. ¿Por qué tiene que pasarse todo el tiempo aquí?
—En primer lugar, Miss Cosa —me regañó mi madre—, Jason no pasa todo el tiempo aquí. Tu papá le está ayudando a construir un kart.
—¿Un kart? —¡Eso fue el colmo!— Le pedí a papá que me ayudara a construir una casa en el árbol como cincuenta millones de veces, y aún no lo ha hecho.
—Le pediste el favor a tu papá una vez y él tiene la intención de hacerlo, pero el roble del patio trasero necesita que le corten algunas ramas para que pueda construirla. Los señores vienen el próximo fin de semana a cortarlas y luego… —Mi madre me miró, probablemente preguntándose por qué se tomaba el trabajo de darme explicaciones—. Olvídalo. Sólo lleva esta bandeja y luego regresa a lavar la ropa sucia y pasar la aspiradora.
—Y, ¿para mí no hay galletas y limonada? —pregunté, haciendo pucheros.
—Cuando termines con tus tareas podrás tomar algunas.
Hice un gesto, de mala gana tomé la bandeja y me dirigí al garaje. ¿Por qué tenía yo que hacer los oficios mientras Jason recibía tratamiento especial como si fuera Shaka Zulu o algo así?
Tan pronto entré al garaje, sufrí un ataque de celos. Ahí estaba mi papá, pasando el tiempo con Jason y repasando los diagramas de construcción del kart que ya tenían medio armado en la mesa de trabajo de la parte trasera. Estaban tan ocupados que ni siquiera notaron que entré.
—Señor Wallace, realmente le agradezco mucho su ayuda. Mi papá siempre está trabajando y nunca pensé que alcanzaría a tenerlo listo para el Derby de los Lobatos la semana entrante. —¡Qué lameculos!
Mi padre le dio unas palmaditas en la cabeza como si fuera un dóberman: de hecho parecía uno, debo agregar.
—No es problema, Jason. Amo trabajar con las manos. De hecho, en las próximas dos semanas voy a comenzar a hacer la casa en el árbol para Zoe. Tal vez quieras ayudarme y, cuando esté lista, Zoe y tú podrán pasar tiempo allí.
—¡Eso suena maravilloso! —Podía ver el perfil de Jason y, desde el lado, parecía que no tuviera dientes ya que le estaban saliendo cuatro al tiempo.
—¡Ni cerca! —intervine, dando a conocer mi presencia—. Una vez mi casa del árbol esté lista, será para mí y mis amigas. Tú no eres amigo mío.
—Zoe, ¿qué traes ahí? —Mi padre intentó cambiar el tema antes de que yo acabara zurrando a Jason una vez más.
—Limonada y galletas, papá. —Me acerqué y dejé la bandeja en el capó del Buick Century plateado de mi papá—. Mamá me pidió que las trajera para ti y Alf.
—¿Alf? ¡Estás loca, nena!
Jason realmente quería ganarse otra golpiza.
—Sí, Alf como un extraterrestre anaranjado. —Lo miré directamente a los ojos—. Caray niño, te ves realmente mal sin todos esos dientes.—Me lanzó una mirada enfurecida y puso los ojos en blanco, así que añadí—: ¿Qué tienes en la cara? ¿Un grano o una pelota de golf?
Antes de que Jason pudiera reaccionar, mi padre intervino, intentando proteger a la mangosta.
—Suficiente, Zoe. ¡No seas maleducada con la visita!
—¿Visita? Papi, ese idiota siempre está acá. ¿Por qué siempre tomas partido por él?
Mi papá rio y yo no logré encontrar nada divertido en la situación.
—Sabes, la manera en que ustedes se insultan me recuerda a tu madre y a mí cuando éramos más jóvenes.
Analicé su afirmación, recordando historias sobre la forma en que mis padres se habían conocido cuando niños, cómo crecieron juntos y eventualmente se casaron.
—¡Guácalaaa, papá eso es un asco! Jason y yo no nos parecemos a ti y a mamá. Yo no soporto su culo, perdón, trasero.
Mi padre hizo un gesto al escuchar mi lapsus.
—Sí, yo sé que estabas pensando en trasero. —Jason sonreía, satisfecho al ver que me reprendían.
—¿Tú qué miras, imbécil?
Me miró de la cabeza a los pies y otra vez a la cabeza.
—No gran cosa. Eso es seguro.
Mi padre volvió a reír.
—Ajá, ya lo veo. Ustedes dos probablemente acabarán casados, como tu mamá y yo, con dos o tres hijos y una casa parecida a esta.
—Papá, no es nada personal —tenía que corregirlo porque evidentemente estaba alucinando—, pero antes de casarme con este híbrido de gorila y mofeta, me escaparé y me meteré de monja.
—Jajajajajajaja. —Jason soltó una carcajada como si yo acabase de decir algo muy divertido, pero yo hablaba muy en serio—. ¡Nena, sabes que no te vas a unir a ninguna convención!
—¿Convención? —Lo señalé con el dedo—. Eres tan estúpido. ¡Es un convento, bruto! —Con eso, me volví y regresé corriendo a la casa para informar a mi mamá sobre el deplorable cociente intelectual de Jason—. Mamá, ¿sabes lo que acaba de decir el idiota?
¡Así conocí a Jason Reynard! ¡Así fue mi primer encuentro con mi esposo!
La primera vez que vi a Jason, pensé que era un niñito hijo de papi que probablemente se la pasaba sentado frente a un computador Commodore 64, tomando refresco de uva de un frasco de mantequilla de maní mientras veía Good Times. No lo soportaba.
Sin embargo, el sentimiento era mutuo porque en nuestra primera interacción física él me hizo un gesto obsceno con el dedo y luego escupió en mis zapatos. Estábamos en quinto grado y, desde el día en que mis padres y yo llegamos en nuestra camioneta Ford, supe que él sería un problema.
Los transportistas llegaron más o menos una hora después de nosotros. Yo estaba sentada en el andén jugando jacks cuando el inmenso camión apareció volando en la esquina, prácticamente ladeado. Pensé que, con seguridad, el conductor iba a perder el control del camión y todas nuestras valiosas posesiones terminarían esparcidas por la calle.
Siendo la maravillosa y desinteresada niña que era, mi principal preocupación era que mi Barbie negra no perdiera ninguna extremidad o cualquier otra cosa en el proceso. Las lámparas de mesa, el equipo de ocho pistas de mi padre y los platos de mi madre eran reemplazables, pero no había manera de que yo fuera capaz de reemplazar a mi Barbie.
Ella era mi orgullo y alegría. Incluso le había pintado las uñas con esmalte brillante y le había hecho un vestido muy sexy con los pañuelos rojos que mi madre me obligaba a usar por la noche para que mi cabello alisado no se encrespara.
Aparte de eso, me preocupaba mi máquina de hacer conos de Snoopy y poco más.
Jason y sus padres vivían exactamente enfrente.
Ese día, él estaba en la calle intentando hacer volar un cohete comprado por correo. ¡Tremenda estafa! Durante todo el tiempo que estuve observándolo, el estúpido aparato no se elevó una yarda del piso. Aproximadamente después del centésimo intento, cuando los encargados de la mudanza ya habían descargado medio camión, noté que el imbécil me hacía ojitos.
Yo estaba dibujando una rayuela con tiza rosada en la calle frente a mi casa cuando él se acercó. La gorra Kangol y la chaqueta de cuero de aviador lo hacían ver como un monigote. Lo único que le faltaba era un par de dientes de oro.
—¡Niña, mejor desiste! ¡Voy a acusarte con mi mamá! —Lo fulminé con la mirada, masticando como una vaca un chicle Bubblicious.
—¡Pequeñín, mejor te vas a jugar con tu ordinario e inservible cohete y me dejas en paz!
—¡Niña, ni se te ocurra darme órdenes! ¡Te dejaré con el flacucho trasero en el andén!
—¡Oooooooh, estoy muy asustada! —exclamé, poniendo los ojos en blanco y retándolo.
Entonces, la versión en miniatura de Shaft hizo una señal con el dedo, hizo un ruido asqueroso mientras reunía saliva en su boca, y luego escupió en mis zapatos nuevos de color negro y blanco.
Le di una zurra.
Éramos de la misma edad, pero yo era diez centímetros más alta que él. La leche no comenzaría a favorecer su cuerpo hasta un par de años más tarde.
Dos de los hombres de la mudanza nos separaron.
Accidentalmente rasguñé a uno de los hombres en la nariz porque no estaba dispuesta a cantar victoria antes de tiempo. Entonces fue cuando nuestras madres aparecieron corriendo desde nuestras respectivas casas gritando: “¡Oh, mi pobre bebé!” y cosas por el estilo. Fue muy divertido. Tomaron el control, apretando nuestras cabezas contra sus pesados pechos y examinándonos por todas partes para asegurarse de que no hubiera daños permanentes. Jason y yo tan sólo nos mirábamos con fiereza, como dos luchadores de sumo listos para el segundo round.
Mi madre me ayudó a entrar a la casa como si fuera minusválida. De hecho, jamás en la vida me había sentido mejor. Yo había ganado. Jason también regresó a su casa, y eso fue todo.
Mis padres y yo desempacamos esa noche lo estrictamente necesario, pusimos nuestras bolsas de dormir en el piso de la sala y comimos pollo de KFC. Mi padre enchufó su equipo de sonido y yo me dormí escuchando el armónico canto de Earth, Wind and Fire. Era sábado.
Empecé la escuela el lunes siguiente. Estaba ansiosa por llegar y conocer a todos los niños nuevos. Comí velozmente un plato de cereal y alcancé a ver unos diez minutos de Los Picapiedra antes de tomar mi lonchera y correr para llegar a tiempo a la parada del autobús.
El autobús estaba a punto de arrancar y yo jadeaba cuando logré alcanzarlo y golpear la puerta para que el chofer se detuviera. Cuando subí, el conductor me preguntó quién era. Le expliqué que era una nueva estudiante que acababa de mudarse. Me gruñó y su aliento casi me hace caer de espaldas por la escalera y fuera del autobús.
—Asegúrate de que tu maestra ponga tu nombre en mi lista tan pronto como pueda porque se supone que no debo andar recogiendo cabezas huecas a las que no conozco. ¡Ahora, busca un asiento, siéntate y quédate callada!
Busqué un asiento vacío y no encontré ninguno en la parte delantera del autobús, así que empecé a andar hacia atrás. Todos los niños me examinaban y algunos reían disimuladamente. Noté que casi todos los asientos estaban ocupados, ya fuera por dos chicas o por dos chicos, a excepción del último, en la parte trasera. Un chico y una chica, evidentemente víctimas de un caso severo de amor adolescente, estaban sentados allí. Él pasaba el brazo por sus hombros y ella se ruborizaba.
Estaba a punto de preguntar al conductor si podía sentarme en los escalones cuando me di cuenta de que el único asiento disponible estaba al lado de la criatura de película de horror: Jason. Él dejó de jugar con su GI Joe tan sólo el tiempo suficiente para lanzarme una sonrisa de superioridad. Le volví la espalda y me dirigí a la parte delantera para rogar al conductor que le pidiera a alguien que cambiara su puesto conmigo, pero volvió a gritarme:
—¡Te estás demorando demasiado! ¡Las clases comienzan en quince minutos! ¡Pon tu trasero en un asiento y cállate!
Regresé hasta el asiento y vi que Jason había puesto su morral en el puesto libre a su lado.
—¿Podrías mover eso, por favor?
No me respondió y tampoco me miró, así que tomé su morral, lo lancé a su regazo y me senté. Él estaba a punto de hacer una demostración de pedantería, pero lo detuve en seco. Puse los ojos en blanco y le hice un gesto de negación con la cabeza.
—No digas nada o te daré una zurra peor que la del sábado.
Un par de niños me escucharon y comenzaron a reír y burlarse de él. Él tomó su morral, lo apretó contra su pecho y no me volvió a mirar en todo el viaje hasta la escuela.
Como si las cosas no fueran ya suficientemente malas, en la oficina del director me indicaron mi curso y me dirigí allí: lo primero que vi al entrar fue su estúpido rostro. Nuestra maestra era la Señora Williams y estaba molesta por tener que recibir un estudiante nuevo en la mitad del trimestre de otoño. También me gruñó. Tal vez todos estaban siendo malos conmigo a causa de mi brillo con sabor a cereza.
—Pequeña Zoe —me dijo mientras revisaba mis informes escolares—, siéntate allí junto a la ventana y pon atención. Tienes que trabajar mucho para ponerte al día con el resto de la clase.
Al fin un rayo de luz en mi día. En el salón, no tendría que sentarme cerca de Jason. Él estaba en el otro extremo y eso me pareció perfecto. Debía haberse pasado de listo con todo el mundo porque la señora Williams lo hizo poner su pupitre al lado de su escritorio, a varios pies de distancia del resto de la clase. Las maestras siempre hacen que los estudiantes problemáticos se sienten en sus narices, y recuerdo que pensé: “¡Qué bien!”.
Mi primer día en la Escuela Primaria Benjamín Franklin transcurrió sin incidentes. Hice un par de nuevos amigos, salté lazo en el recreo, hice una deforme vasija de barro en la clase de arte y aprendí a contar hasta diez en español. Durante el almuerzo, me senté con una niña llamada Brina, que estaba convencida de que ella sería la siguiente Diana Ross. Comencé a molestarla y decirle que no podría ser la siguiente Diana Ross porque esa era yo. Ella retiraba el cabello de su rostro después de cada mordisco de su Twinkie y tuvo especial cuidado en asegurarse de no terminar con un bigote de leche. Pasó el almuerzo alardeando sobre todo, desde su colección de cintas para el cabello hasta las A que sacó en el último boletín de calificaciones.
Jason se descaró y comenzó a lanzarme al cuello guisantes congelados a través del salón. Cometió el error de darle en la mejilla al maestro de Educación Física, el señor Lewis, e inmediatamente fue arrastrado por la oreja hasta la oficina del director.
Cuando subí al autobús esa tarde, tuve la suerte de encontrar un asiento en la parte delantera. Me aseguré de llegar entre los primeros al autobús, empujando a un par de niños tímidos para no tener que sentarme a su lado. Jason subió alrededor de diez niños después de mí. Le saqué la lengua y le mostré el dedo medio. Él intentó acusarme con el conductor, pero no consiguió nada.
—¡Pon tu trasero en el asiento, niñito, y cállate!
Una hora después, cuando él salió de su casa, yo estaba jugando rayuela en la calle. Jason se detuvo en la acera de su lado de la calle y comenzó a decir estupideces.
—¿Sabes qué? ¡Te odio y espero que todo el pelo se te caiga y te salgan granos rojos en la cara!
Me detuve en el número seis con el pie derecho en el aire, le lancé una mirada glacial y decidí hacerle pagar su comentario.
—Ahhh, ¿sí? Bueno, yo también te odio y espero que la próxima vez que dispares ese ordinario cohete, ¡se te meta por el trasero! —Como una ocurrencia tardía, añadí—: ¡Y espero que se te caiga el pipicito!
Levanté el dedo meñique para reforzar la idea y él abandonó la acera, dirigiéndose a mi lado de la calle para retomar la pelea a puñetazos que habíamos comenzado el sábado anterior. Me disponía a salirle al encuentro a mitad de camino cuando mi mamá apareció en la puerta del frente.
—Zoe, entra ya y aséate para la cena. ¡Ahora mismo!
Alejándome, apoyé las manos en mis caderas y me pavoneé como Greta Garbo. Me volví hacia él e, imitando la voz de la estrella de cine, le dije:
—¡Hasta la próxima, bebecito!
Lo dejé con su trasero —mezcla de Chewbacca de Star Wars y Scooby Doo— parqueado en la mitad de la calle, con las manos convertidas en puños y una mirada de odio en su patético rostro.
Intenté mantener la distancia con Jason cuando no estábamos en la escuela, pero mi padre no me lo estaba facilitando. Por alguna extraña razón, ellos dos se apegaron mucho. Tal vez fue porque el papá de Jason siempre estaba trabajando, o tal vez porque mi padre era muy hábil con las manos y Jason lo admiraba por reparar las cosas de la casa y hacer muebles de madera como pasatiempo. Sin importar el motivo, no me gustaba nada que fueran amigotes.
Un sábado en la mañana, me encontraba en mi habitación ordenando mi colección de discos y cantando a alaridos, cuando mi madre me llamó a gritos para que bajara. Yo acababa de sacar del tocadiscos The Best of My Love de los Emotions. Cuando mi mamá me interrumpió, yo me disponía a bajar las persianas, poner Flashlight de Parliament Funkadelic y bailar por mi habitación haciendo círculos en las paredes y el techo con la linterna que papá me había regalado.
—Zoe, ¿podrías bajar un segundo? —Su voz llegaba claramente por el hueco de la escalera y yo sabía que ella había esperado a que la música se interrumpiera para llamarme. Era la rutina.
—Está bien, mamá, ya bajo —mascullé en voz baja mientras recogía la ropa sucia del canasto de mimbre y la colocaba en la cesta de la lavandería. Era el día de lavar la ropa y yo aún no había hecho nada, así que la arrastré conmigo para evitarme otro viaje.
Tan pronto entré a la cocina, mis ojos se iluminaron al ver una jarra de limonada fresca y helada y el paquete de galletas de chocolate rellenas de Hershey’s Kisses enfriándose en la estufa.
—¡Mamá, hiciste mis galletas favoritas! —Dejé caer al suelo la cesta de la ropa y abracé a mi madre—. Eres la mamá más chévere, espantacular y súper del universo.
Soltó una leve risita y retiró mis brazos.
—Zoe, déjalo ya antes de que me hagas derramar la limonada.
—Lo siento, mamá. —Me relamí, soñando con lo deliciosas que serían las galletas al pasar por mi garganta y decidí ganarme algunos puntos para poder comer un par antes de la cena.
Recuperé mi cesta de ropa y me dirigí hacia la escalera del sótano.
—Voy a seguir adelante y a poner mi ropa a lavar, y tal vez después pueda ayudarte con la limpieza, a pasar la aspiradora o lustrar los muebles.
Mi madre se acercó a mí, limpiando su mano en el babero del delantal y colocó su mano derecha sobre mi frente, revisando que no tuviera fiebre.
—¿Esta es mi hija? —preguntó con sarcasmo.
Hice una mueca.
—Sí, mamá. Sólo estoy tratando de hacer mi parte.
Me lanzó una mirada resplandeciente.
—Bueno, hazme un favor antes de ir abajo. —Tomó dos vasos del gabinete y vertió la limonada en ellos. Luego puso cuatro galletas en un plato y colocó todo en una bandeja de madera—. Lleva esta limonada y galletas al garaje, para tu papá y Jason.
—¿Jason? ¿Qué diablos, qué demonios, hace aquí? —Sentí una súbita tensión en la nuca, tenía el cuello más caliente que la olla de papas que mamá hervía en la estufa para la cena—. ¿Por qué tiene que pasarse todo el tiempo aquí?
—En primer lugar, Miss Cosa —me regañó mi madre—, Jason no pasa todo el tiempo aquí. Tu papá le está ayudando a construir un kart.
—¿Un kart? —¡Eso fue el colmo!— Le pedí a papá que me ayudara a construir una casa en el árbol como cincuenta millones de veces, y aún no lo ha hecho.
—Le pediste el favor a tu papá una vez y él tiene la intención de hacerlo, pero el roble del patio trasero necesita que le corten algunas ramas para que pueda construirla. Los señores vienen el próximo fin de semana a cortarlas y luego… —Mi madre me miró, probablemente preguntándose por qué se tomaba el trabajo de darme explicaciones—. Olvídalo. Sólo lleva esta bandeja y luego regresa a lavar la ropa sucia y pasar la aspiradora.
—Y, ¿para mí no hay galletas y limonada? —pregunté, haciendo pucheros.
—Cuando termines con tus tareas podrás tomar algunas.
Hice un gesto, de mala gana tomé la bandeja y me dirigí al garaje. ¿Por qué tenía yo que hacer los oficios mientras Jason recibía tratamiento especial como si fuera Shaka Zulu o algo así?
Tan pronto entré al garaje, sufrí un ataque de celos. Ahí estaba mi papá, pasando el tiempo con Jason y repasando los diagramas de construcción del kart que ya tenían medio armado en la mesa de trabajo de la parte trasera. Estaban tan ocupados que ni siquiera notaron que entré.
—Señor Wallace, realmente le agradezco mucho su ayuda. Mi papá siempre está trabajando y nunca pensé que alcanzaría a tenerlo listo para el Derby de los Lobatos la semana entrante. —¡Qué lameculos!
Mi padre le dio unas palmaditas en la cabeza como si fuera un dóberman: de hecho parecía uno, debo agregar.
—No es problema, Jason. Amo trabajar con las manos. De hecho, en las próximas dos semanas voy a comenzar a hacer la casa en el árbol para Zoe. Tal vez quieras ayudarme y, cuando esté lista, Zoe y tú podrán pasar tiempo allí.
—¡Eso suena maravilloso! —Podía ver el perfil de Jason y, desde el lado, parecía que no tuviera dientes ya que le estaban saliendo cuatro al tiempo.
—¡Ni cerca! —intervine, dando a conocer mi presencia—. Una vez mi casa del árbol esté lista, será para mí y mis amigas. Tú no eres amigo mío.
—Zoe, ¿qué traes ahí? —Mi padre intentó cambiar el tema antes de que yo acabara zurrando a Jason una vez más.
—Limonada y galletas, papá. —Me acerqué y dejé la bandeja en el capó del Buick Century plateado de mi papá—. Mamá me pidió que las trajera para ti y Alf.
—¿Alf? ¡Estás loca, nena!
Jason realmente quería ganarse otra golpiza.
—Sí, Alf como un extraterrestre anaranjado. —Lo miré directamente a los ojos—. Caray niño, te ves realmente mal sin todos esos dientes.—Me lanzó una mirada enfurecida y puso los ojos en blanco, así que añadí—: ¿Qué tienes en la cara? ¿Un grano o una pelota de golf?
Antes de que Jason pudiera reaccionar, mi padre intervino, intentando proteger a la mangosta.
—Suficiente, Zoe. ¡No seas maleducada con la visita!
—¿Visita? Papi, ese idiota siempre está acá. ¿Por qué siempre tomas partido por él?
Mi papá rio y yo no logré encontrar nada divertido en la situación.
—Sabes, la manera en que ustedes se insultan me recuerda a tu madre y a mí cuando éramos más jóvenes.
Analicé su afirmación, recordando historias sobre la forma en que mis padres se habían conocido cuando niños, cómo crecieron juntos y eventualmente se casaron.
—¡Guácalaaa, papá eso es un asco! Jason y yo no nos parecemos a ti y a mamá. Yo no soporto su culo, perdón, trasero.
Mi padre hizo un gesto al escuchar mi lapsus.
—Sí, yo sé que estabas pensando en trasero. —Jason sonreía, satisfecho al ver que me reprendían.
—¿Tú qué miras, imbécil?
Me miró de la cabeza a los pies y otra vez a la cabeza.
—No gran cosa. Eso es seguro.
Mi padre volvió a reír.
—Ajá, ya lo veo. Ustedes dos probablemente acabarán casados, como tu mamá y yo, con dos o tres hijos y una casa parecida a esta.
—Papá, no es nada personal —tenía que corregirlo porque evidentemente estaba alucinando—, pero antes de casarme con este híbrido de gorila y mofeta, me escaparé y me meteré de monja.
—Jajajajajajaja. —Jason soltó una carcajada como si yo acabase de decir algo muy divertido, pero yo hablaba muy en serio—. ¡Nena, sabes que no te vas a unir a ninguna convención!
—¿Convención? —Lo señalé con el dedo—. Eres tan estúpido. ¡Es un convento, bruto! —Con eso, me volví y regresé corriendo a la casa para informar a mi mamá sobre el deplorable cociente intelectual de Jason—. Mamá, ¿sabes lo que acaba de decir el idiota?
¡Así conocí a Jason Reynard! ¡Así fue mi primer encuentro con mi esposo!
Product Details
- Publisher: Atria Books (August 26, 2014)
- Length: 352 pages
- ISBN13: 9781476764986
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Raves and Reviews
“¡Caliente! ¡Sensacional! ¡Este es un libro que usted no podrá soltar!”
– Franklin White, autor de Fed Up with the Fanny y Cup of Love
“Me arrebató desde la primera página y no me soltó hasta el final. ¡Una gran lectura!”
– Margaret Johnson-Hodge, autora de Butterscotch Blues
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